La historia del cine (al igual que la otra historia) parece estar siempre contada por los triunfadores y los vencedores. Nos hemos paseado por planos y planos llenos de fiestas en las que las estrellas más rutilantes y carismáticas de la pantalla dan rienda suelta al mito de la Babilonia hollywoodiense. Pero, ¿Qué hay de esos otros muchos tipos que se dedican al negocio de los sueños y sus nombres no aparecen en los neones de los cines? Los que poseen un rostro anodino y cotidiano ajeno al público. Esos currantes del medio que no han logrado triunfar en tan cruel y vampírica industria.
La Sangre de la Virgen hace un primer plano a la figura de estos hombres y mujeres que no han conseguido ganar, permitiéndonos por una vez conocer sus poco lustrosas historias.
Sammy Harkham (Los Ángeles, 1980) reaparece con su tercera obra publicada en nuestro país (segunda con el sello de Fulgencio Pimentel), con un trabajo largo en el que nos habla de su ciudad natal, y de una industria cinematográfica que en 1971 (año en el que transcurre la novela) estaba a punto de cambiar para siempre el modelo de producción centrado en los estudios faraónicos, dando paso a un cine de autor menos lujoso, pero más urbano y más preocupado por los problemas del mundo actual y de sus ciudadanos.
Una forma de hacer películas atenta de lo que hacíamos en tierras europeas, que apostaba por sus autores: jóvenes voces emergentes como las de Martin Scorsese o Francis Ford Coppola, que venían dispuestas a reinterpretar desde cero la forma de entender el séptimo arte. Un cambio que ya empezaba a apreciarse gracias a producciones como Easy Rider o Cowboy de Medianoche, pero que un año después, en 1972, cambiaría de manera drástica y definitiva con el éxito sin precedentes de una producción llamada El Padrino.
El protagonista de esta historia es Seymour, un joven de origen iraquí que trabaja en una escena underground angelina que produce en serie películas rápidas de terror de baja calidad, y que pretende dejar de subsistir a base de montar traílers y de hacer trabajos de poca monta para un productor enriquecido, dando el salto a la dirección. Siendo él mismo el director de esos films.
Seymour está casado y acaba de tener un hijo, y cuando la oportunidad que había estado esperando parece llamar a su puerta, recogerá los amargos frutos de sus ingenuos deseos, y el sueño americano del inmigrante podría acabar convirtiéndose en una pesadilla, al plantearse si realmente está capacitado para aguantar y llevar a cabo la tarea que siempre había soñado desempeñar, descuidando así su hogar hasta llevarlo hasta una posible e irreversible desintegración.
Durante las casi 300 páginas que dura el cómic, su autor aprovecha y saca jugo de todos los aspectos de la novela gráfica, jugando con el tempo narrativo a su antojo y comprimiendo y descomprimiendo las viñetas y la narrativa, consiguiendo atrapar sin remedio al lector en una historia de componentes muy humanos y llena de reflexiones cínicas y amargas sobre el podrido mundo del espectáculo, pero también sobre la propia vida.
Uno de los mayores atractivos de la obra, es lo bien que juega Harkham la carta del metalenguaje del cine, es decir, con el cine dentro de cine, o de cómic, en este caso. Son muchos los guiños y referencias que La Sangre de la Virgen (título de la película que podría impulsar o destruir definitivamente la carrera y la vida de Seymour) tiene hacia esas películas de serie b, despreciadas por el supuesto público serio y que se exhiben en oscuras sesiones nocturnas. Saldrán a relucir nombres célebres como los de Boris Karloff o Béla Lugosi, pero también referentes más de culto y para los más avezados amantes del género de terror, como los del luchador y actor Tor Johnson.
Esta novela gráfica resulta ser un crisol que funciona a la vez como slice of life, o retrato de una joven familia étnica que lucha por establecerse y progresar en un país que no los ha visto nacer. Teniendo que enfrentarse al desgaste de un recién nacido, y como radiografía del mundo del espectáculo: con sus caóticos rodajes, su tensión acumulada, y los entresijos y la forma de trabajar en el día a día de una producción.
Todo ello coronado por una gran carga psicológica de los personajes, y por unas profundas y acertadas reflexiones sobre la creación artística y un modelo de mercado capaz de encumbrar carreras, para acto seguido despeñarlas y fagocitarlas. Aunque el tema del artista torturado, como dice un personaje del libro, ya sea algo pasado de moda.
Es de justicia concluir que Sammy Harkham confirma su talento con este nuevo trabajo. Puede ser que el acabado y el aspecto de su dibujo no sea del agrado de todos. Que sus personajes sean desgarbados, que tienda al feísmo y que los recursos propios de un cómic más de autor o cómic underground puedan descolocar al principio a los no iniciados. Pero si se sabe mirar más allá, si se dejan de lado los aspectos estéticos y se busca el fondo en vez de la forma, el lector se va a sumergir en la Los Ángeles de 1971, en sus cines, sus calles y sus locales, y se va a encontrar con una de las voces más potentes y destacables del panorama independiente americano, como por ejemplo Nick Drnaso. Con un autor que ha firmado una obra rotunda, densa y competente poseedora de un montón de relecturas y significados, y al fin y al cabo muy humana y por lo tanto reconocible.
Otro de los ganchos del libro es el aspecto que le da la cuidada edición de Fulgencio Pimentel. Esta pequeña editorial que se precia de cuidar al máximo sus ediciones, echa el resto en esta ocasión dándole al material unos acabados llenos de calidad y que llaman mucho la atención: desde el diseño de la sobrecubierta, pasando por el acabado de las tapas, o el gusto en la elección del papel.