El principal problema que tienen los buenos libros es que no encuentren buenos lectores.
Y ser un “buen lector” suele entenderse en sentido estético, como buen apreciador del arte narrativo y como persona que mantiene una relación habitual con el medio. Sin embargo, cada vez más parece necesario distinguir entre buen lector y lector bueno, este último en sentido ético, como persona que se rige por los principios de responsabilidad, educación y bonhomía cuando evalúa, reseña, critica o, sencillamente, habla de las obras que consume. En nuestro presente, parece que la permanente tribuna abierta que suponen las redes sociales y el eco sobredimensionado que adquieren las boutades que en ellas se vierten, da un protagonismo indeseado al exabrupto y al insulto ágil y lapidario. Son malos tiempos para la lírica y, por tanto, tiempos pintiparados para los vocingleros y charlatanes maleducados. Casi podríamos decir: “háblame de lo que no te gusta y te diré quién eres”; pero no porque las preferencias estéticas hagan presuponer un determinado carácter en la persona (al fin y al cabo, nuestros gustos y desafecciones nos definen), sino porque cada vez más la expresión de aquello que a uno le disgusta es más soez, infundada y vehemente. En el modo de decir por qué no nos gusta lo que no nos gusta quedamos ampliamente retratados.
Contrariamente a lo que pudiéramos pensar, las críticas más agresivas y enconadas hacia las obras y sus autores no suelen proceder de los más duchos en el ámbito, de los que tienen un bagaje más amplio, ni siquiera de los que se ganan la vida dentro de ese medio (que son, en definitiva, parte interesada)… sino que procede de aquellos consumidores que no conocen los extremos del arte en cuestión, su historia, su teoría, y que no tienen más parte en el sector que la de ser el cliente que compra. Se me dirá que éste, el cliente, es parte fundamental de cualquier industria, y es afirmación tan obvia que no cabe estar en desacuerdo. Pero mucho me temo que, en tiempos de mercantilismo e individualismo exacerbados, se han confundido los derechos del consumidor con la ética inherente al hecho de consumir. Y si lo primero es inalienable, lo segundo no debería irle a la zaga. Convertir en máxima que quien paga tiene la razón nos está conduciendo por derivas cuestionables, como convertir a los creadores en peleles en manos de la caprichosa voluntad del comprador, que ya no es un agente pasivo que acierta o falla según sus elecciones, sino que denuncia con acritud cuando no se siente complacido. Quedan así emparentados un plato de un restaurante y un libro, como si la dispar naturaleza de ambos productos no requiriese de relaciones diferentes entre quien produce y quien adquiere. Ahora, el artista no es un espíritu libre que, después de dar salida artística a una inquietud, busca el feliz encuentro con su público. Hoy, los autores son activos endeudados que deben explicaciones a quienes les confían su tiempo, su dinero y su espacio físico en una estantería.
Tratar aquello de qué sea “buen o mal lector” en sentido estético es tarea que nos ocupará futuros artículos. Intentaré, en las líneas que siguen, alumbrar someramente algunas prácticas de “lector malo” en sentido ético, castizo o machadiano. Esto es, qué comportamientos derivados de las lecturas que uno hace son impropias de quien diga amar este medio.
Uno de los síntomas de hermanamiento inequívoco entre el cómic y la literatura es el hecho de que compartan vicios. En general, cuanto más dilatado es el recorrido histórico de un medio artístico y mayor es el seguimiento social que lo alimenta y sostiene, más amplio y diverso puede ser el conjunto de corrupciones, desvíos malintencionados y manías adquiridas en torno al mismo. Hay medios que, sin una trayectoria tan extendida en el tiempo pero con un seguimiento masivo, acortan plazos y alcanzan, en tiempo récord, síntomas de degeneración. No hay que extrañarse de que entre el público beneficiario, practicante y consumidor de un arte se generen, a mayor velocidad que las propias obras que los nutren, filias y fobias, predilecciones e inquinas, afectos y aversiones… Y, en la mayoría de los casos, ni unas ni otras acostumbran a contar tras de sí con un respaldo argumental a la altura de la fuerza de la pasión desatada. Pero si bien el arte puede y debe ser experimentado con arrebato y emoción, no es menos cierto que la razón debe acompañar al enjuiciamiento; sobre todo cuando hoy se dispone de un estrado público de ingobernables repercusiones para gritar lo que se quiera y cuando se quiera.
Uno de los vicios más discutibles en torno a los medios narrativos es el establecimiento de una jerarquía basada en méritos lectores, según la cual hay estratos o niveles en función de lo que uno lee. No resulta extraño al mundo de las artes el que las obras queden separadas, a veces sin criterios demasiado claros ni objetivos, entre unas de primera categoría y otras de segunda. Pero que sea un hecho connatural al desarrollo de todo medio creativo no debería suponer que esté exento de análisis y discusión. Así es como los consumidores quedan diferenciados entre sibaritas de gustos refinados y paladares gruesos o poco exquisitos. Los primeros, siempre agarrados al canon y a los tótems sagrados; los segundos, sabiéndose rebeldes apreciadores de valores que la nobleza no entiende, alimentados para su causa por la sensación de ser maltratados o menospreciados. Estos fieles defensores de la línea menos obvia de un arte suelen estar (o sentirse) bajo la sospecha de ser usufructuarios carentes de rigor, mirados por encima del hombro por parte de los que no se bajan de la ortodoxia. Y aunque haya ejemplos de obras esquinadas que se han aupado con el tiempo al panteón de las grandes, no contradicen la norma y se cuentan como excepciones: son parte de una especie que está llamada a quedar como objeto de placer culpable para un nicho de consumidores que permanecerá alejado del rigorismo académico. Producto condenado, pues, a ser consumo para “no entendidos”. Los lectores de cómics sabemos bien de esto, porque en vez de considerarse sus recursos expresivos como propios de un arte nuevo y diferenciado, se ha pensado que hacer acompañar de dibujos las letras era simplificar el mensaje, tanto en su forma como en su contenido. Y así, como banalización de un arte hermano mayor y más noble (la novela), ha quedado condenado durante demasiado tiempo a un ostracismo teórico, intelectual y mediático.
Es curioso el carácter recurrente de estas animadversiones ante lo “novedoso”. Los grandes enemigos y las más cruentas objeciones a ciertas obras y autores se produjeron a causa de la ceguera del que mira desde muy cerca, sin la debida mediación del tiempo. No ha lugar aquí para describir lo que la intelligentsia opinaba del cine en sus albores, o de la fotografía, o del rock sinfónico progresivo de los 70´s. Hoy se tienen en alta estima géneros, corrientes y medios que años atrás fueron denostados. También los hay que permanecen en ese limbo profano al que acuden los sospechosos. Ellos tienen que hacer el doble esfuerzo que los demás círculos “elevados” para conseguir el mismo reconocimiento. Los que rechazaban ciertos libros de fantasía con portadas de Corominas (Canción de hielo y fuego) porque deducían en ellos las típicas historias pueriles de magos y seres feéricos, se jactaban años después de que, por fin, se hiciera algo decente con la fantasía. El rock y el heavy han atravesado épocas de oscurantismo ignorante que lo han alejado de toda consideración, mezclando el análisis estrictamente musical, compositivo e interpretativo con la estética y el modo de vida de quienes lo seguían o practicaban. Por su parte, los videojuegos han sido inculpados de todos los males del mundo por pedagogos, educadores y otros detractores que se han encargado de difamarlos sin conocimiento de causa. De forma análoga, nuestro medio ya atravesó esa época macartista y persecutoria a través de aquel infausto invento del comics code. Y es que el paternalismo academicista que se autoimpone la salvaguarda de la “verdadera cultura” siempre se ha comportado así: tratando de alejar al público incauto de lo que considera un consumo irresponsable. Unas veces lo ha hecho de maneras poco sutiles o decididamente restrictivas (censuras), y otras con mañas más arteras (desatención o desconsideración). Pero en ambos casos, la intención subyacente es considerar a la persona (lector de cómics, jugadores de videojuegos…) como un inocente seducido por la trivialidad.
Ahora, sin embargo, justo en el momento alcista en que el cómic goza de una mejor posición social y de una industria más solvente, resulta curioso y doloroso observar cómo, desde dentro, muchos lectores ejercen las mismas prácticas ponzoñosas que antes denunciábamos sufrir desde fuera. La misma condescendencia con que un lector de ensayos, poesía y “alta literatura” miraba al lector de cómics, ahora la dedican ciertos lectores de cómic europeo, independiente o underground sobre los marvelitas, deceítas u otakus. He aquí el vicio adquirido por imitación. Los “ lectores malos” desacreditan, sin más conocimiento ni contexto, las lecturas que le son ajenas.
La forma en la que algunos se empeñan en establecer una jerarquía de lectores lleva implícita no pocos errores. La mayoría de ellos se caracterizan por moverse en la línea de confundir entre sí categorías que no son o no deberían ser comparables, así como por ampararse en aseveraciones falaces.
La utilización del número de ventas de una determinada obra es uno de estos criterios que, empleados de manera descontextualizada, revelan su insuficiencia y su ineficacia. Es un ejemplo, como suele decirse, de la terquedad de los números. Que una editorial o una librería elabore sus tops y proclame los algoritmos detrás de los intereses lectores para extraer conclusiones de diversa índole, es tan legítimo como esclarecedor, pues puede revelar la eficacia o ineficacia de estrategias mercadotécnicas o el movimiento pulsional y tendencioso de los compradores. Sin embargo, esto ha propiciado el que muchos lectores utilicen las cifras con fines dudosos: unos se jactan de que leen lo que no lee casi nadie, mientras que otros se enorgullecen justo de lo contrario, es decir, de que sus gustos parezcan ser “normales”, por ampliamente extendidos. Curiosamente, a este respecto podemos escuchar afirmaciones que, siendo antagónicas, coinciden en partir de premisas erróneas: por una parte, considerar el éxito de una obra como sinónimo de escasa calidad; y por otra, argüir que lo que no vende será por algo. En el primer caso, se considera que lo que vende mucho es malo porque ha utilizado unos estándares genéricos para ganarse el favor de un público casual y poco entendido. Es decir, ha priorizado la finalidad crematística antes que la calidad del producto. Consecuencia de esta afirmación es que lo minoritario, lo que no vende, es bueno: la incomprensión como signo de distinción. Por contra, hay quienes se posicionan de parte de un buen criterio generalizado en el público, concediéndole el gusto adecuado para alejarse de aquello que no merece atención. Pero lo cierto y verdad es que hay cómics buenos que venden mucho, y otros que no; y que hay cómics no tan buenos que venden mucho, y otros que no.
No parece que vayan a faltar nunca quienes sigan utilizando este criterio en defensa de sus gustos lectores, pero realmente no hay una adecuación, no ya solo práctica, sino sobre todo teórica, entre las ventas y la calidad de una obra. Si acaso las contradicciones que acabamos de concretar no fueran motivo suficiente para convencerse, tal vez ayude recordar que no hay manera de saber qué porcentaje de compradores ha leído la obra antes de hacerse con ella, y por tanto, cuántos son sabedores válidos de su calidad. ¿Cómo podríamos objetivar y cuantificar todos aquellos compradores defraudados con su adquisición después de haberla leído? Deducir la calidad de un libro de un dato que no procede de su propia naturaleza artística sino de la sospecha de una intención en la actuación del público y de la prospección de su opinión con respecto a ella, es una costumbre que debería quedar definitivamente desechada. Los “lectores malos” denigran las obras que no les gustan por sus datos de ventas: unas veces por sus altas cifras y, otras, por las bajas.
Tampoco parece ser muy útil distinguir calidades según el tamaño de la fragua en donde se forjan las historias. Acostumbramos a distinguir cómics provenientes de grandes editoriales (Marvel, DC) de otros de corte más independiente. Pero ni todo producto de las majors cabe ser considerado mainstream, ni toda obra de editorial independiente merece ser calificada como “de autor”. Las etiquetas tienen su lógica y su razón de ser hasta el momento en que comienzan a degradar la propia esencia que designan. Los canales de comunicación y distribución de una editorial mastodóntica difieren sobremanera de las posibilidades de una editorial modesta, pero no sucede lo mismo con las posibilidades creativas del autor y su obra, siendo probablemente al revés: que los autores que trabajan para personajes icónicos están más constreñidos creativamente hablando que los que parten de cero para contar aquello que quieren y como quieren. Parece como si esta consideración de lo indie y lo masivo nos viniese al mundo del cómic procedente de otros medios sin advertir una cuestión diferencial. Pensemos en la música, en el cine y en los videojuegos. En el primer caso, el hecho de “lo independiente” se refiere fundamentalmente a los canales de distribución, pero también a los medios técnicos de producción y, por supuesto, a todo lo referente a comunicación y publicidad. En el cine y en los videojuegos, la ausencia de medios, recursos y, en definitiva, dinero, determina el tipo de producto que se puede o no se puede hacer. Todos conocemos ejemplos en los que la escasez de presupuesto propició meritorios logros. Casos, como suele decirse, en los que la necesidad agudizó el ingenio. Aquí, “lo independiente” ha podido ser considerado con justicia un género en sí mismo, en tanto que la falta de efectivos técnicos ha imposibilitado abordar ciertos géneros o tratar temáticas sin recurrir a trampantojos que disimulasen sus lógicas limitaciones. El cine y el videojuego son medios en los que la técnica tiene un peso específico importante para contar según qué y según de qué manera. Pero en el cómic (como en la música) no es así. Las limitaciones presupuestarias en el cómic no afectan (o no deberían hacerlo) al ámbito creativo, sino a lo que sucede después de su realización. ¿Qué significa entonces ser lector de cómic independiente o mainstream? No, desde luego, lo mismo que en el caso del espectador de cine o del jugador de videojuegos indies. Apelar, pues, a la categoría de un cómic en base al tamaño de su editora, y con ello establecer una expectativa de calidad basándose en las inmensas o reducidas posibilidades de la casa editorial de la que procede, tampoco parece la mejor de las ideas. Un “lector malo” va cargado de prejuicios y subestima la obra según la editorial para la que fue concebida o que la publicó.
Mezclar géneros con procedencias geográficas es otro error que condiciona la percepción de la calidad de una obra y, consecuentemente, también la concepción del “tipo de lector” que se es. No ya solo porque, stricto sensu, sean categorías diferentes, sino porque inducen al clásico error de presuponer unas calidades que no son aplicables a todos los productos que compartan procedencia. Pues si esto nos resulta evidente, subsumir toda la inmensa producción de cómic norteamericano, o europeo, o español bajo una misma categoría, es tan injusto como incierto. Tan americanos son Asterios Polyp, Lo que más me gusta son los monstruos, Stitches o Fun Home como Spawn, Superman o Los 4 Fantásticos. Igual sucede si nos venimos al Viejo Continente y presuponemos que la ejecución belga, francesa, italiana o española comparten rasgos suficientes como para meterlos en un mismo saco. Y si, como es muy probable, con la expresión “cómic europeo” nos referimos a algo más que a una simple cuestión de lindes geográficos, entonces debemos concluir que el término es poco acertado, y que tal vez deberíamos ir pensando en una alternativa, pues no parece muy lógico etiquetar con un membrete tan ancho una manera de hacer cómics en una franja tan estrecha.
Me parece que hay en el mundo del cómic un déficit aún no subsanado, y que no es otro que el estudio comparado. Es decir, el análisis de estilos, intereses, temáticas y concepción misma de lo que es el medio por encima de los localismos. Es obvio que los autores de un mismo país se conocen, que se forman en las mismas escuelas, que comparten el vínculo inevitable del idioma y la cultura… Todo esto los emparenta de forma natural. Pero no es menos obvio que los autores conocen, leen y estudian a autores extranjeros, que publican coetáneamente con otros con los que a veces incluso mantienen contacto, que han tomado como referentes obras y autores no nacionales… Y, como en la narrativa novelística, los casos de traducciones, reediciones o redescubrimientos de ciertos títulos hacen que los autores se vean influidos por ellos, incluso cuando media la distancia y el tiempo. Esto convierte el parentesco por nacionalidad en una simple coincidencia que no tiene por qué comportar un significado mayor ni más relevante que el de compartir espacios en firmas de ejemplares y ferias. Nuestros autores literarios del 98, por poner un ejemplo, estaban profundamente influenciados por la filosofía alemana y por el teatro simbolista, y a la vez presentaban similitudes con la obra de Kierkegaard y con la del noruego Henryk Ibsen. Y estos parentescos los hacían más cercanos a ellos que a otros autores compatriotas. Meter en el mismo saco artístico a literatos dispares en intenciones y maneras por el simple hecho de haber nacido en el mismo territorio sería un disparate. De ahí que el buen sentido emparente, por ejemplo, a Unamuno con Schopenhauer y Nietzsche, que ni eran coetáneos ni compartían nacionalidad. En definitiva, podría ser más beneficioso para todos buscar conexiones entre autores y obras de cómics más allá de las fronteras físicas de donde proceden, que apelar a la simplista reducción del lugar de origen. A un “lector malo” le preocupa más el de dónde que el cómo y el qué.
Otro error categorial en la consideración de los lectores se traduce en desprestigiar lecturas que están principalmente pensadas para ser consumidas por lectores de otras franjas etarias. Piénsese que la crítica es una tarea adulta que, en consecuencia, siempre tendrá una mirada desnaturalizada con respecto al objeto de su análisis cuando este sea una lectura para menores. Y no es tarea fácil predisponer el espíritu para abordar una obra cuyo target se encuentra varias generaciones por debajo de aquella a la que uno pertenece. Para más inri, el lector nostálgico que hoy se enfrenta a lecturas similares a las que saboreó en su infancia o adolescencia suele estar marcado por un profundo misoneísmo que le hace suspirar y pregonar que todo tiempo pasado fue mejor. En conclusión, el lector adulto conocedor de un antepasado glorioso (porque el recuerdo casi siempre embellece) puede ser, contrariamente a lo pensado, el peor indicado para hacer crítica al cómic presente. Así, nos encontramos con que el lector maduro suele ser más condescendiente con los defectos de las que fueron sus lecturas de juventud que con las que deben ser las lecturas de juventud de los jóvenes de hoy. Para que la crítica sea realizada con garantía de éxito (donde “éxito” equivale aquí a “honestidad” y un deseo de “objetividad”), es preciso que el analista se convierta en un receptor ucrónico, reconstruyendo su propio pasado biográfico como hipotético lector adolescente de esta obra que entonces, y no ahora, tuvo entre las manos. Solo aquel que sea capaz de practicar ese juego de leer desde el ahora como si fuera el de ayer, puede convertirse en un honesto enjuiciador de cómics que no le tienen por público preferente. Pero el “lector malo” no se acuerda del lector que fue.
El fuego amigo suele ser, en todos los casos en que se puede producir, el más dañino, por inesperado. En el caso que nos ocupa y preocupa, el principal problema sobreviene cuando son los propios lectores de cómics los que lanzan piedras sobre su propio tejado, siendo este un tejado ya de por sí frágil y quebradizo. Dicho en Román paladino: cuando el cómic y los amantes del cómic todavía vivimos bajo sospecha y con una reputación dudosa, tenemos encima que soportar la torpeza de quienes, desde dentro, manchan: unas veces con su ignorancia y otras con sus malas intenciones. Me gustaría recordar que seguimos en un contexto en el que nuestro medio sufre descrédito por ser considerado un arte menor. Cada vez que un lector de cómics afea a otro su gusto en base a su inclinación hacia un género, o a una corriente, o a una procedencia geográfica o editorial, está allanando el camino para que un lector de novelas, poesía o ensayos haga lo propio con él. A esos que creen estar en la cúspide de la pirámide lectora de cómics los invitaría a asistir a la escena en la que un lector recalcitrante (de esos que no están dispuestos a comulgar con que sea literatura algo que contiene dibujitos, y que le huelan los dedos a Proust, Kafka, Bolaño, Auster, Tony Judt…) hojea un Incal, un Concrete, un Adolf, un Uzumaki, un Blueberry... Tal vez, toda esa vanidad y esa prepotencia caerían como hojas de otoño, desposeídas del prestigio presumido. Y por muy en desacuerdo que pueda estar con ninguna crítica negativa hacia estas obras mencionadas (todas ellas obras mayores del noveno arte), creo que le podría estar bien empleado, por confundir las potencialidades de un medio y un género con la consecución efectiva de los mismos.
El superheroico o “pijamero”, como el drama, el histórico o el biográfico, son horizontes de expectativas (que es como la teoría de la recepción define tradicionalmente el concepto de “género”); pero nos referimos a “expectativas” temáticas, argumentales, diegéticas; no a “expectativas” de calidad. Es cierto que muchos géneros se han asociado tradicionalmente a ciertos contenidos por la costumbre de que han sido el formato elegido para ofrecer un tipo de producto. Así, por ejemplo, los superhéroes se han utilizado de forma generalizada como instrumentos al servicio de la lectura de evasión y mero entretenimiento. Pero lo mismo que el buen ojo y el buen gusto distinguen la sátira quijotesca de la mediocre tradición caballeresca en que se basó y de la que se rio Cervantes, deberíamos ser capaces de apreciar ejercicios de estilo dentro de géneros que suelen preocuparse menos por ello. Pero de aquel lector rancio del que hablaba antes no podemos esperar que sepa distinguir Watchmen, Black Hammer, Astro City o El regreso del Caballero Oscuro de una versión cinematográfica de Los Eternos o Shazam, por poner un ejemplo. Porque desde fuera, el desconocimiento del medio hace que todo quede emparentado, incluso cuando dos productos solo compartan entre sí el envoltorio externo. No cometamos ese error desde dentro. El mismo elitismo que nos hizo ser mirados por encima del hombro por aquellos que no entendían la narración gráfica como un arte con valor intrínseco y diferenciado de la narrativa, queda ahora reproducido entre quienes incurren en falacias viciosas para desprestigiar lecturas y afinidades que no son las propias.
Si hay criterios objetivos para hablar de calidades dentro de las obras y, por ende, de intereses, inquietudes y aspiraciones lectoras más elevadas unas que otras, no son desde luego estos de los que acabamos de hablar. Será objeto de futuros artículos el intentar reflexionar y promover la incertidumbre sobre qué criterios sí podrían pasar por ser una mejor tabla de medición. Aunque, claro, el “lector malo” no alberga dudas y convive con la verdad absoluta.