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Uno percibe que empieza a hacerse mayor cuando comienza a luchar por recuperar los paraísos perdidos de la infancia.
No es por ponerme freudiano, pero algo me dice que, a partir de cierto momento en el proceso de madurez personal (sí, puede que sea la crisis de los 40), uno se cuelga un petate metafórico a la espalda e inicia un viaje de regreso al país de su niñez. Es la forma más digna que encuentro de explicarme por qué llevo algunos años enrolado en la tarea de recuperar todos aquellos cómics de los que me deshice cuando me creí mayor para ellos. También es la explicación a por qué me preocupo por proporcionarles a mis hijos los mismos vicios; por ejemplo, cuando les invito a ver las series y películas que llenaron mis horas a su edad. Digo que es para ellos… pero me enfado si no paran la reproducción cuando voy al baño.
Eran tiempos en que la demanda de ocio era mayor que la oferta, por eso podía uno cuantificar lo que le interesaba y se había perdido. Hoy el ocio es una sobredosis que abruma por su heterogeneidad inabarcable y, a la vez, como todo en exceso, se ve perjudicado por la desensibilización y anestesia de un público saturado de estímulos al cual ya ningún efecto (sea este positivo o negativo) le dura demasiado, porque inmediatamente encuentra otro que lo sustituya. Y así sucesivamente, en un frenético consumo de deleites que se solapan a un ritmo extenuante. Hoy vivimos estresados en nuestros placeres.
Sin ánimo de ponerme político ni conspiranoico, podríamos advertir en todo esto una intención premeditada de distracción, una actualización del pan y circo con que los gobernantes de la antigua Roma amansaban a sus ciudadanos y disolvían rebeliones de masas reclamando justicia y dignidad antes de que se conjurasen. Y es que, con sofá, mantita y Netflix, las imperfecciones de un Estado del bienestar se ven más llevaderas y menos dramáticas. Y con la misma velocidad con la que uno huye de sus vicios prepuberales y púberes cuando se siente mayor para chiquilladas (sacrificios exigidos por la cruel adolescencia) regresa luego a ellos, una vez que ya se siente a salvo de toda lucha por la apariencia. Cuando el proceso de búsqueda de otros mundos termina y ya las ganas de expandirse menguan y empieza a apreciarse el recogimiento y el regreso a puertos seguros, entonces nos viene la nostalgia. Y qué cara es. Y cuánto rédito económico le están sacando los reyes del ocio a tres generaciones (como mínimo) del siglo XX a cuenta de ella.
Pero la posesión de lo coleccionado carece ahora, de adultos, de la pureza de antaño. Cuando uno tenía doce años manoseaba los cómics, los leía repetidas veces, los ordenaba cada semana, los dispersaba sobre la cama, apreciaba cómo quedaban apilados en montón (prurito orgulloso de comprobar cuántos tenía), los olía… Y con estas prácticas se terminaba conociendo de memoria sus portadas, los números USA que comprendían, los autores (¡hasta el entintador!), su precio… Hoy, perdido en la cantidad, tiene uno que hojear concienzudamente las páginas para comprobar si un tomo lo ha leído o no, porque sus pastas, sus lomos, sus ilustraciones, parecen nuevas, nunca vistas (¿desde cuándo tengo esto aquí?). Quizás sea una estupidez, pero me siento más dueño de aquellos cómics que tenía con diez y doce años que de estos; más de aquellos que conseguía en un kiosco de prensa sin numeración correlativa, que de estas colecciones completas que por fin puedo leer sin solución de continuidad.
Qué romanticismo implícito en el proceso mismo del comprar cómics (que me perdonen mis muy estimadas tiendas especializadas) en aquellas tienduchas ajenas a la industria, en donde la regularidad y el coleccionismo de una serie en particular se volvía un deporte imposible, pero favorecía, en su defecto, el picoteo por todas aquellas que mostrasen una portada impactante y generosos artistas invitados; qué goce en la ignorancia del qué vendrá (el exceso de información mató el encanto), qué indefinible placer buscar por qué colección andaba John Byrne, o los Buscema, o ese Sienkiewicz tan raro y que tanta atracción causaba.
En este país, muchos hemos gozado de los cómics de la misma manera que aquel anuncio noventero presuponía que se sufrían las hemorroides: en silencio. En silencio por la vergüenza que, a partir de cierta edad, provocaba el que te vieran con un Spiderman semioculto entre las páginas de un periódico. Acomplejados, asumimos durante décadas que aquello que teníamos entre las manos no merecía calificativo mayor que pasatiempo pueril con dibujitos. Y es este descrédito o minusvaloración del medio del cómic lo que merece ahora toda nuestra atención. Porque es ahora cuando puedes comprar en Primark calcetines y calzoncillos con un Pantera Negra estampado; porque es ahora cuando puedes escuchar durante el desayuno, en la cafetería del trabajo, a personas ajenas al mundillo alucinando con los desbarres de The Boys; porque es ahora cuando un señor de sesenta años puede llevar una sudadera con el logo de Marvel sin saber que no hace referencia a la marca de la prenda; porque es ahora cuando tu amigo, que jamás se interesó por tu colección, te da lecciones sobre la verdadera procedencia del nombre de Namor; porque es ahora cuando un videojuego sobre el trepamuros se corona en el top 10 de más vendidos sin que la mitad de los que lo juegan sepan responder a la pregunta de quién es su amistoso vecino; porque es ahora, en definitiva, cuando la masa consumidora se encuentra fagocitando productos comiqueros y trasladando, con ello, el problema de una acera a otra: de recibir miradas de soslayo por ser una afición residual, a estar permanentemente en el candelero de los medios. Antes, el descrédito era debido a una falta rotunda de información básica; ahora, puede deberse a una sobreexposición de información pero solo de una parte no significativa de la totalidad del medio.
No sería atrevido presuponer que una amplia mayoría de la gente de la cultura que todavía rehúye de cualquier mínima consideración sobre el cómic asocia de manera integral e indisoluble el entretenimiento vacuo y palomitero del UCM y adláteres con todo el medio. Y si durante un tiempo las ventas de cómics y el acercamiento realmente interesado de legos en la materia ha experimentado un incremento que ha expansionado la industria (incluso más allá de sus reales posibilidades), lo cierto es que todavía no ha conseguido ganarse el reconocimiento cultural que se merece.
Hay motivos para pensar que algo se está moviendo en dirección a su definitiva aprobación, pero todavía quedan remanentes casposos de incredulidad y menosprecio. Me referiré ahora a ambas circunstancias. El desprecio, y no la simple y hasta lógica sospecha, es la primera reacción por parte de los altos estamentos de la cultura hacia todo aquello que amenace con irrumpir en el ámbito del arte. Que se lo pregunten al cine, a la fotografía, a los videojuegos… Los motivos por los que cada uno de ellos ha sufrido su cuota de rechazo o estigmatización al inicio de sus respectivas andaduras son diferentes y no es intención de este artículo desarrollarlos. Aunque sí me permitiré un superficial esbozo a algunas de las razones teóricas, psicológicas y sociológicas que generan la desconfianza sobre el cómic en España. Y quiero remarcar aquí el condicionante geográfico, pues la idiosincrasia de cada país establece una peculiar relación con los medios culturales que consume y la forma en que se lleva a cabo dicho consumo.
Considero que hay varios factores que, todos ellos unidos, han contribuido a la desconsideración del cómic como un elemento cultural a la altura de otros. Puede que cada uno de ellos, por sí solo considerados, no parezca condición suficiente; pero sí me parece que son conditio sine qua non y que, valorados en conjunto, poseen la fuerza necesaria para el descrédito efectivo en que se halla.
Los que creen saber (o, efectivamente, saben mucho de algo) no llevan bien reconocer que no saben. Así que, su actitud típica es despreciar o desprestigiar el objeto que los deja en evidencia. Esa es una de las razones de peso que está detrás del ninguneo de cierto sector cultural. Muchos no están dispuestos a entender como déficit su desconocimiento de esta parcela literaria. Han dedicado su vida profesional o su ocio productivo a Tolstoi, Dostoievski, Thomas Mann… Creían dominar un canon sostenido sobre pilares harto conocidos a los que han ido añadiendo descubrimientos propios y contrafuertes exóticos (de culto, de nicho). Y hete aquí que, cual oleada invasora que gana terreno sin hacer demasiado ruido o, por mejor decir, como si las trompetas y tambores que los anunciaran sonaran para otras murallas, más distantes y peor defendidas, aparece un medio que algunos creen nuevo, y encima con pretensiones nobiliarias, como un hijo bastardo que aparezca de imprevisto y se presente como legítimo heredero.
Con esa animadversión han visto algunos el incremento de popularidad de un medio que, sin embargo, no solo no espera quitarle terreno ni cuota a ninguno, sino que, más bien al contrario, colabora para que otros prosperen. Si no, que se lo pregunten al cine, a la televisión o a los videojuegos.
El cómic es un viejo-nuevo arte: su historia tiene ya más de cien años (independientemente de la teoría sobre su germen a la que nos acojamos) pero, dado que su reconocimiento e institucionalización mediática han sido intermitentes y, en el mejor de los casos, tardías, se enfrenta ahora a estigmatizaciones y sospechas más propias de la fase inicial e inmadura de un medio. Recae sobre el lector de cómics una permanente sospecha, como si la suya fuera una elección simplista, superficial y pueril, frente a la más noble, heroica e intelectual apuesta por (¿su hermana?) la novela. Peor aún:los hay que creen que se trata de un par excluyente. Es decir, no aciertan a imaginar que una misma persona pueda hacer coincidir en su mesita de noche el Masa y poder de Canetti con el Conan de Roy Thomas y John Buscema, o el Solenoide de Cartarescu con La Patrulla X de Claremont. ¿Es tan difícil entender que, dados distintos medios, existen diferentes disposiciones (de espíritu) y diferentes expectativas ante lo que esperar de ellos? Parece que sí, que es difícil o imposible aceptarlo, de modo que el aspirante a cultureta que admita interferencias populares entre sus gustos, se convierte en un hereje al que hay que desacreditar (o quemar en una hoguera… simbólica).
Hablábamos de estrecha colaboración del cómic con otros medios, pero su relación con algunos de los ya señalados, como los videojuegos, solo ha servido para agrandar el estigma social (no así las cuentas bancarias de productores, desarrolladores y distribuidores). A ojos vista de quienes denostan ambos mundos, resulta natural y lógico que dos ámbitos que consideran infantiles y superfluos se nutran mutuamente. Y en cuanto a la colaboración con el cine y la televisión, el cómic no ha salido beneficiado (me refiero una vez más a nivel de reconocimiento cultural, no de beneficio económico) de que la vertiente elegida mayoritariamente para ser trasladada sea la superheroica, porque ello ha servido para que la persona ajena al cómic establezca una serie de relaciones de identidad erróneas: cómic igual a película de tipos en pijama; película para pijamistas igual a cine palomitero y de baja estofa.
Y dadas estas incompletas identificaciones, el intelectualoide dispone a su antojo para despotricar sobre la pérdida del gusto, de la superficialidad de las masas, de la tontificación del público. Autores como Pedro Salinas (El defensor, 1948), o Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo, 2012) lo han venido denunciando desde hace tiempo. Y estoy de acuerdo con gran parte de sus discursos, porque es difícil negar que la cultura se ha banalizado y que el gusto medio prefiere lo bobo y masticado a lo complejo. Pero aquella ecuación que establecíamos es parcial, reducida e injusta, y comete el error de tomar la parte por el todo. Claro que hay un cómic superficial, simple y de escasa calidad; pero es exactamente lo mismo que sucede en el cine, la música, la pintura, el teatro, la fotografía… De ausencia de honduras y calidades están sobrados de ejemplos todos los medios artísticos. El error de partida radica en establecer una conexión entre el medio y/o el género con la altura de miras artística del objeto particular. Y este es un sambenito con el que todos los medios culturales han tenido y tienen que lidiar ante la estrechez de miras de un sector que dedica análogos desdenes a lo que se sale de su ámbito de conocimiento.
Buena parte del público no ha seguido de cerca el proceso de maduración del cómic, y ha considerado que el medio que sirvió para proporcionarle horas de diversión y esparcimiento cuando eran pequeños se ha quedado congelado en el tiempo. Y este es otro motivo por el que hay quienes piensan que todos los cómics están dirigidos a un público infantil; que todos tienen un fuerte componente cómico; que todos están llenos de onomatopeyas por todas partes, con gags basados en caídas y golpes, con un estilo naíf y cartoonizado… En nuestro país, el cómic fue un recurso empleado como lectura inicial, como una escuela para lectores primerizos. Pero siempre que un progenitor (o un educador) preocupado por la educación literaria de un menor le ofrecía un Zipi y Zape o un Superlópez, era con el secreto deseo de que pasara de ahí a cotas más elevadas. Cantera de lectores, se decía. Y, como en el deporte, si uno se llevaba demasiado tiempo en el equipo filial, es porque no había adquirido la madurez ni el nivel exigido para aspirar a logros mayores. Seguir leyendo Spiderman o Mortadelo a ciertas edades era sinónimo de inmadurez lectora, y uno solo podía mantener incólume su dignidad si defendía que lo hacía como ejercicio de nostalgia, no como verdadera pasión lectora.
No es pretensión de este artículo ahondar en, ni siquiera citar, todos los posibles factores que han contribuido a que el cómic haya ocupado un papel residual en la cultura de nuestro país. Tal vez en artículos posteriores podamos volver sobre esto con más detalle y profundización y podamos tratar con la extensión que se merece el que hasta el tipo de público y su mera apariencia física (estética asociada a ciertos gustos lectores, cosplayers…) haya servido de condicionante para una negativa recepción y consideración del medio. Incluso hay aspectos que entiendo que puedan ser polémicos y que exijan de una más extensa contextualización. Pero las razones que han hecho desdeñar al cómic y relegarlo a un mero pasatiempo podrían rastrearse incluso en la idiosincrasia y el devenir histórico-cultural de nuestro país. Me permitiré un último apunte relacionado con esto.
El Pop art supuso un período de apertura cultural que abrió las puertas de la receptividad positiva hacia el cómic y la historieta gráfica. Estamos hablando de finales de los años 50 y hasta los 70´s. Como expresión crítica hacia la élite cultural, se produjo un acercamiento a todo lo que oliera a cultura popular y de masas, y de ahí que el dibujo figurativo (con autores como Lichtenstein, Keith Haring o Guy Peelaert) recibiera una atención preponderante en detrimento de la abstracción, que era asociada a una intelligentsia pedante y endogámica. Pero, curiosamente, esa acogida inicial no fue in crescendo, sino que se contrajo y disminuyó hasta devolverlo a su actual estado de acomplejamiento.
En el caso que nos ocupa y preocupa, España, el movimiento pop siguió en buena medida los estándares internacionales, pero si ya de por sí era un rasgo compartido la crítica social y política, aquí con mucho mayor motivo, inmersos como estábamos en una prolongada dictadura que había constreñido las posibilidades expresivas de los artistas. Aquí, el tono subversivo y, por ello, muy apegado a la realidad, fue preponderante, lo que se sumó a la ya de por sí españolísima negación de la fantasía. Y esta tradicional animadversión hacia la ficción especulativa y los desvaríos de la razón, que arranca en nuestro país desde tiempos muy pretéritos, es otro factor a tener en cuenta en el apartamiento del cómic de la escena cultural protagonista.
Desde la Edad Media, cuando en los poemas épicos se narraban las andanzas de héroes que ya no eran dioses ni semidioses sino humanos extraordinarios, una simple comparación entre la épica castellana con otras coetáneas y vecinas demuestra notables diferencias: mientras que en Gran Bretaña con la materia artúrica y el Beowulf, en Francia con los caballeros de Carlomagno, o en Alemania con Sigfrido, es habitual y protagónica la presencia de lo sobrenatural, en nuestra épica patria solo cabe, en el mejor de los casos, la exageración de hazañas de héroes mundanos hiperbolizados (el Cid). Y mientras que en las primeras crónicas históricas de aquellas latitudes se incorporaban sin disimulo ni sonrojo elementos fantásticos, aquí fueron eliminadas todas las referencias que se apartasen de la realidad más telúrica.
Todo esto forma parte de nuestro tejido cultural, de la idiosincrasia de una nación en la que el costumbrismo y el drama intimista, cuanto más alejados de la ficción y de lo especulativo, mejor considerados estarán. El desapego del público mayoritario y de las élites culturales de nuestro país hacia todo lo que huela a fantasía y juego libre de la imaginación fabuladora está arraigado hasta los huesos y forma parte esencial de su espíritu, a pesar de la ironía que supone el ser un país en el que la superstición y la credulidad medran a sus anchas.